domingo, 6 de marzo de 2016

La hoguera de las vanidades, de Tom Wolfe


Sherman McCoy es un broker de Wall Street, algo cretino, de buena familia, en la cresta de la ola social y económica de Nueva York. Vive en Park Avenue, engaña a su mujer, camina con pasos firmes sobre una seguridad ficticia. En el fondo es un tipo inseguro, henchido de soberbia y débil de carácter. Cuando viene de recoger a su amante, vulgar y arribista, del aeropuerto se pierde la salida de la autovía y se mete en el Bronx más marginal, en tierra hostil. Cuando van a ser atracados ella toma el volante y salen huyendo. Sin embargo, hubo un encontronazo que no podrán ignorar y le arrastrará a la desesperación y el ostracismo.

Es uno de esos libros que se convierten en libros de cabecera, de los que te acompañan en las mudanzas. Mi ejemplar se mudó conmigo desde mis tiempos en la biblioteca del Regimiento Acorazado de Caballería Farnesio nº 12 y amarillea, pero no envejece.

Acabará convirtiéndose en un clásico, un retrato de una época, una sociedad, una ciudad. Aquellos legendarios años 80, con su música y su moda, y una ciudad que sigue siendo la capital del planeta.

Ni que decir tiene, me encanta el tema. No he llegado a ser Amo del Universo. Ni siquiera de mi barrio, pero de algún modo, reconozco el ambiente. Parte del mérito, sin duda, corresponde a Tom Wolfe. Puede que sea su mejor libro. Consigue proporcionarte mucha información sin que parezca que que te está soltando toda la documentación que ha encontrado. Los personajes son retratados por sus actos y emociones, el ritmo de la acción te arrastra, como el de la propia Nueva York.

Me gusta menos el abuso que hace de los puntos suspensivos y las onomatopeyas. Aunque no llegan a constituir un estorbo para la historia. 

La verdad poco importa. Lo que más influye es quién y cómo lo cuenta. 

La falsedad del dinero, de las relaciones sociales y de las noticias. Todo es falso. La prensa es un arma, el cuarto poder, al servicio del que paga. Los que dependen de los votos hacen lo que sea necesario para ser elegido (aquí se trata del fiscal de distrito Abe Weiss, porque el sistema americano impone que sean elegidos por sufragio). Las amistades y compañeros de Sherman McCoy le dan la espalda en cuanto su estrella se nubla, sin pudor ni disimulo. Fallon, el periodista sin escrúpulos ni méritos, pasa de estar en la cuerda floja a brillar como el oropel en cuanto tiene la primicia de un caso mediático: un blanco, élite social y económica de Manhattan, es acusado de atropellar a un negro en el Bronx. Su camino hasta el Pulitzer se forjó pisando a alguien. En esto consiste el éxito en la sociedad actual, parece, trepar pisando.

El reverendo Bacon es el típico mafioso que se aprovecha de las minorías marginadas para enriquecerse. Su discurso populista, sus artimañas, su despiadada ambición se llevarán por delante todo lo que haga falta. No le importa nadie.

En las situaciones extremas salen los personajes y cualidades auténticas de cada uno. Quedamos retratados como lo que somos, con luces y sombras. También esto se retrata en el libro. ¡Brillante!

El final. Verosímil, aunque no es el que me habría gustado. Como la vida misma, verosímil (bueno, a menudo no tanto), pero que no proporciona los finales más esperados, lógicos, justos o felices.

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